Durante
este último tiempo, en “La arrogancia de la raza humana”, nos hemos centrado en
comportamientos, más o menos concretos, que a lo largo de la historia han
adoptado las diferentes sociedades, que demuestran el nivel de arrogancia entre
ellas. Pero este comportamiento no surge sin más. Hay aspectos mucho más
generalizados, más globales, que afectan, o han influido, a todas las
sociedades del momento coyuntural. Y estos conceptos que agrupan a toda la
humanidad provienen de tres campos importantísimos para el desarrollo de la
sociedad global tal y como la conocemos ahora. Hablo, claro está, de la
ciencia, la filosofía y la religión.
La
humanidad ha dado muestras de su arrogancia desde el principio de los tiempos
en todos los campos. Y en algunas materias hasta hace relativamente poco. En
religión se ha dicho que el hombre es el centro de la creación de Dios. En
ciencia fue toda una odisea desmentir el hecho de que nosotros fuéramos el
centro de universo. Mucho más cerca en el tiempo, en filosofía, Kant tomó el
egocentrismo por bandera al afirmar que el hombre era un fin en sí mismo y no
un medio (teoría que puede o no ser aceptada).
En
primer lugar no podemos pasar por alto que religión ciencia y filosofía han
estado unidas demasiado tiempo, más del que debieran. No es extraño teniendo en
cuenta el escaso nivel de conocimiento acerca de todo cuanto nos rodeaba. De
ahí, por ejemplo, que si el hombre era el centro de la creación, sería “normal”
pensar que nuestro mundo fuera el centro del universo (normal). Pero no es este
el tema que nos compete; es el hecho de que pensáramos en algún momento que
ciertamente éramos el centro de algo, incluso de nosotros mismos.
Lo
primero que se percibe cuando somos conscientes ya, o si no lo primero, lo más
importante, es la ubicación que tenemos dentro del todo. A partir de ahí, más
adelante, nos haremos las preguntas correspondientes: qué hago ahí, y por qué
ahí y no en otro lugar. Pero primero es la ubicación. Al igual que un niño, la
humanidad también ha pasado por esa fase, pero nos costó demasiado salir, y eso
ha dejado secuelas. El primer valiente que intentó refutar la teoría
geocéntrica del universo, que situaba nuestro planeta en el centro del mismo,
fue, o eso parece, Aristarco de Samos (310 a.C. 230 a.C.), proponiendo el
modelo heliocéntrico del Sistema Solar, donde el sol, y no la tierra, estaría
en el centro. Pero no fue hasta unos mil setecientos años más tarde cuando esta
teoría fue una alternativa consistente. Nicolás Copérnico (1473-1543). Aún así,
este modelo ubicaba el centro del universo cerca del sol, es decir, en nuestro
sistema solar.
5.000
años pensando que éramos el centro del universo, genera un concepto equivocado
de nosotros mismos como especie, multiplica el ego al pensar que, de alguna
manera, todo lo que está alrededor de nosotros, está para nosotros, o al menos,
que somos el punto más importante de “la creación”. Ciencia, filosofía,
religión… han “conspirado” haciéndonos creer que éramos lo más importante del
universo, lo más importante de una supuesta creación, y que nuestro raciocinio
está por encima de todo, incluso hasta llegar el punto de afirmar que el centro
del universo no es la tierra, sino el hombre. He aquí nuestra herencia que, queramos
o no, está en el subconsciente colectivo.
Ahora
sabemos que el universo es “infinito”, y si no lo es, es extremadamente inmenso
y se califica como tal. Pero para nosotros “infinito” es sólo una palabra, a lo
sumo una idea; ¿somos capaces de entenderlo? ¿Somos conscientes de que
pertenecer a algo infinito es acercarse a ser “nada”?
Tenemos
una visión limitada del universo; de hecho, tenemos una visión limitada de todo
cuantos nos rodea. No sólo nos ocurre con el espacio (infinito), sino con el
tiempo (eterno), porque no podemos llegar a comprender algo eterno desde
nuestro vagar limitado en el tiempo, ni podemos entender el infinito,
desarrollando nuestra vida en un lugar con límites perfectamente marcados, por
no hablar de nuestro propio cuerpo. Esa visión extremadamente reducida de todo en
derredor es un obstáculo, no para saber que el universo es infinito, sino para
comprender el concepto y lo que eso significa para nosotros. Formar parte de
algo infinito implica no significar nada para el conjunto, nuestra importancia
queda reducida a la mínima expresión (si es que tuviéramos alguna), se abren infinitas posibilidades de lo que
pudiera haber allí donde no conseguimos ver, e infinitas probabilidades de lo que nos pueda suceder en cualquier
momento; si somos una grano de arena en una playa inmensa, nos cuestionamos si
no es sólo cuestión de una suerte infinita
(como todo en el universo), que nuestro trozo de cosmos haya venido a parar
precisamente a esta posición sin la cual la vida como nosotros la conocemos, no
existiría. La vida… eso que definía nuestro planeta, puede que tampoco sea
exclusivo, y siendo así, puede que el raciocinio no tenga patente humana, y si
eso es cierto, es posible que estemos equivocados en nuestros planteamientos
(aunque eso lo trataremos en el siguiente artículo).
El
universo. Su grandeza, nuestra posición dentro de él, es la prueba palpable de
nuestra arrogancia más primitiva, más arraigada; porque siendo la humildad lo
único que puede transmitir el hecho de mirar al cielo una noche estrellada, seguimos
(por poner un ejemplo), tratando el planeta como si fuera nuestro. Esta falta
de humildad, consciente o no, es una barrera para la comprensión real de
nuestro lugar (no sólo físico) en el cosmos, y de cómo tendríamos de
interactuar con él. Y más aún; esta posición relativa con el resto del
universo, también debería reflejarse en nuestra forma de ver las sociedades o
las interacciones entre las mismas. Comprender lo fantástico, lo inmenso, lo
incalculable que es aquello que tenemos fuera de nuestro planeta, “el lugar
infinito” donde permanecemos suspendidos, debe hacernos tener perspectiva de lo
más cercano, limitado, pequeño y “cotidiano”. Si se intenta comprender el
universo partiendo de, o buscando la “partícula” más pequeña, es porque hay una
conexión clara entre ésta y el todo. Igualmente, ese cosmos que se nos antoja insondable
se refleja en el diminuto “universo” donde vivimos, que es el planeta tierra.
Dejemos
por tanto de pensar que, de alguna manera, en alguna situación, o respecto a
alguien o algunos, somos indispensables o el centro, o que nuestra manera de
ver las cosas es la única y verdadera, y comencemos a hablar de posibilidades y
probabilidades. Las teorías filosóficas, cada una de ellas, es una alternativa,
cada sistema político una alternativa, cada religión… todo son alternativas. La
arrogancia de una sociedad al pensar que su estilo de vida es el mejor, es la
misma que pensar que somos el centro del universo, y que además, ese hecho
tiene un motivo que nos atañe. Igual que la ciencia sigue investigando sin
descartar posibilidades, las distintas culturas, creencias, tendencias,
sociedades en general, deberían hacer lo mismo, porque se da un paso atrás, o
no se avanza, no cuando se tiene una creencia por verdadera, sino cuando se
actúa en consecuencia contra otros. No cuando creemos que nuestro sistema
político es el correcto, sino cuando a la fuerza se intenta que otros lo
adopten.
Es
posible que en el universo no encontremos la respuesta a por qué estamos aquí,
ni cuál es el mejor sistema social, o cuál es la religión verdadera; pero su
propia existencia, su magnitud, su cualidad de “infinito”, debería proporcionarnos la
perspectiva suficiente para darnos cuenta de que, en todos los aspectos,
tenemos que seguir sopesando posibilidades y probabilidades, y de que en realidad
no somos lo suficientemente importantes como para imponernos a nadie ni nada. Porque
somos parte del universo, pero nos estamos comportando como si realmente girara
todo a nuestro alrededor.
Como siempre,Enrique,muy buen artículo.
ResponderEliminarGracias, Martín. Tan amable como siempre.
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